sábado, julio 29, 2006

La zorrupia















Bruno Marcos
Andan los personajes del blog despendolados, perdidos, extraviados en todos sus anhelos que el verano levanta. Añoro los primeros días del estío cuando se cruzaban, sin saberlo, en un espacio pequeño 6 o 7: el cantinero, el librero ogro, un leteo, blisset, yo, ella, o cualquier otro...
Me cuentan que Larsen y Palmario se cruzaron por las calles de un pueblo saludándose con gesto rural y ritual de leve levantamiento de cabeza o cara, mientras este último perseguía, no sé si en un loable intento por conjugar arte contemporáneo y ruralismo, cámara en mano, a un dulzainero ambulante.
Algunos vuelven escupidos por su propio impulso evasivo como mi hermano, según dicen, a punto de perecer a lomos de un camello dentro de una tormenta de arena, solo, en la nube, gritando el nombre de su mujer y su hija sin recibir respuesta, tan sólo arena en la lengua.
Empiezo a coger manía al verano, esa excusa para poner tiempo y espacio de por medio.
Se lo contaba a Larsen en un mensaje, el destino por fin quiere poner espacio y tiempo de por medio de mí mismo. Me tendré que ir el próximo curso. Un tanto soñador e ingenuo yo fantaseaba con conseguir una casita recoleta en algún paraje natural e ignoto para poder, con la obligación, fundirme con la naturaleza y llevar alguna temporada a mi bebé y, en medio de la noche, salir al paraje y enseñarle el niño a la luna. Pero me temo que ante lo prosaico de la prosa del mundo me meteré en un apartamentito lo más urbanita posible.
Contestaba Larsen acompañando la misiva de la fotografía de arriba:

-Tu vena romántica sale a la hora de escoger tu casita en el exilio, qué ternura, se nota que la cuenta atrás ya ha empezado, te va a cambiar todo: la forma de ver la vida. Si quieres, antes del Sábado, podemos quedar en una rama para que me cuentes tu aventura migratoria porque veo que por el blog no va a asomar, en tal caso la versión más edulcorada.(...) tus discípulos intentaremos que la llama de amor viva, tu inmortalidad, no se apagué. Un saludo, pájaro.
Larsen, que no cree en el olvido mientras el cuervo siga en su rama.

-Ni que decir tiene, Larsen, -le respondía yo- que estás muy loco y que me es imposible, como otras veces, responder a tan abigarrado racimo de intraliteratura que hay en tus epístolas, no obstante objetarte que, ya puesto en el nicho, hubieras adoptado pose más de fiambre y no de zorrupia sonriente con tus canillas peludas abiertas que pareciera estuvieras esperando al mismísimo belcebú para que te fecundase con su miembro de hielo.

martes, julio 25, 2006

Mentiras y metáforas

Bruno Marcos
No sé por qué sigo asistiendo a estas cosas, seguramente porque reside en mí aún el muchacho deslumbrado. Había tal concentración de mi desprecio –políticos infames, mentirosos, impostores analfabetos- por centímetro cuadrado que aunque se hubiera transfigurado la pura piedra en poesía ante mis ojos no la habría reconocido.
Una muchacha rasgó el silencio reivindicando que las chicas podían ser Doñas Juanas, como el tenorio, para acabar casi invitándonos a aplaudir a su abuela allí presente. Y yo, inhabilitado como estaba para percibir la poesía por estar fuera de trance, me preguntaba cómo conjugaría esta chica ese amor tan puro por su abuela con su deseo de zaherir a los muchachos que se le cruzan cual tenoria. Yo veía bastante más loable hacer un poema para que no haya ni donjuanes ni doñajuanas, porque el tenorio más que un amante alegre era un señor que hacía daño. Si, por lo menos, la hermosa muchacha hubiera vindicado el amour fou de los surrealistas los allí presentes lo habríamos tomado como una no desdeñable invitación al amor libre...
Después recitó un poeta social con una voz grave y existencial. Casi entré en lo poético pero me desconcentré al oír, al final, un poema a los ojos de un congrio.
Sin embargo, lo más insólito que tocó mi prosaico oído de aquel día, más aún que la poesía social vivita y coleando hoy en día, fue la intervención del más veterano de los tres vates que leyó un poema escrito a un calcetín que vio tirado en la calle, en el cual, se acababa comparando el calcetín a un ave y postulando que el calcetín perdía el vuelo igual que el poeta, y que ambos, poeta, calcetín y ave eran una misma cosa.
Para finalizar el maestro de ceremonias dijo: “Esta catedral es de musgo”. Así, sin más, como si estuviéramos obligados a creerlo porque él lo decía. Incluso yo, fuera de situación espiritual como me hallaba, desvié momentáneamente la mirada hacia las piedras no fuera que hubiese ocurrido un enmusgamiento generalizado de aquellos sillares que tanto había costado labrar a nuestros antepasados transmutando, de pronto, nuestro monumento en mole verde. Pero, como yo estaba tan sordo a la poesía esa tarde, me dio la sensación de que esta no había hecho acto de presencia en aquel claustro y, a mí, más que a metáfora aquello del musgo me sonó a mentira. ¿Puede ser, cuando no hay poesía, literatura de por medio, que una metáfora parezca, pura y llanamente, una mentira? Por un momento, en aquel claustro, lo menos falso me pareció mi rólex falso que compré en Indonesia.
Al acabar Blisset me esperaba sin querer pisar el escenario donde las falsas metáforas se derramaban para contarme que el concejal de los fuegos artificiales le había obligado a ir a los tribunales porque no le iba a pagar un trabajo que hizo mientras gobernaban los otros.
Ya en la calle me crucé con una compañera profesora de literatura y le dije que el único que me había gustado algo había sido su amigo, el poeta social, y ella me contestó que ya se lo tenían dicho los amigos, que es que él lo que tiene, desde siempre, es que lee muy bien. Lo mismito que me decía mi madre –pensé- cuando yo actuaba en algún sitio y no se enteraba de nada, que yo leía muy bien, de maravilla. Quizá todo se reduzca a eso, a musicar la voz, a leerle a una madre o a una abuela, cualquier cosa, cualquier estupidez, hasta que te gustaría ser don Juan Tenorio, para que ella sepa que estas ahí, diciendo cosas, en cualquier idioma, transmitiendo, en el tono, la belleza estrafalaria del mundo.

lunes, julio 17, 2006

Memoria de mi madre

Bruno Marcos
Iba ya a irme cuando salimos a la terraza y nos sentamos entre esa selva de plantas que tapa la calle por todos los lados menos por un pequeño hueco. Entonces le dije que había estado escribiendo un diario este año y que, tal vez, saliese en un libro. Ella, mientras se abanicaba, me contestó que esa planta que teníamos delante era un guindo y que este año estaba verde pero el pasado había estado rojo. Yo le contesté que salían algunas de sus cosas y entonces se puso contenta y me preguntó: “¿Has escrito un diario?”. “Sí, -respondí- algo parecido”.
Mi madre siempre ha tenido para mí un aire de dueña de una memoria que permanece frente a todo intento de ser ultrajada, es como si tuviera una posesión, una historia, transmitida al fuego de la chimenea de esa casa que se empeñaban en no arreglar, en dejar caer. Con ridículas excusas hereditarias creo que lo que pretendían era conservarla intacta, albergando en su deterioro la memoria como debe ser, cada vez más estropeada. Lo verdaderamente original era entrar en ella como estaba, como hace 50 años, porque hace 50 años, en los pueblos, se vivía como hace 300, como hace 1000. Recuerdo que una vez, de muy pequeño, frente a la casa, vi a un hombre trillar. Sobre un lecho de espigas doradas, de pie sobre el trillo, el hombre se deslizaba empujado por una mula haciendo círculos, deteniéndose, cada poco, bruscamente para recoger los excrementos del animal antes de que rompiesen, al caer, ese suelo prístino de trigo.
Si toda la familia de mi padre eran –son-, más o menos, gente impulsiva, altiva, alegre e irascible, la de mi madre era –es- un núcleo adensado de memoria, cerrado en su interpretación y repetición de la historia. Ella fue la más cosmopolita de ellos. Por hacer compañía a unos parientes que no tenían hijos se fue a la ciudad algunas temporadas, lo que le costó un cierto sentimiento de orfandad. Me la imagino muchas veces, llorando sola, la primera noche fuera de casa.
-Ten cuidado con lo que escribes- continuó- pueden volver aquellos tiempos.
-No, eso ya no vuelve. Ahora sólo te podrían hacer algo los terroristas.
-Y de esos no hablas, ¿no?
-No.
-O poco, ¿no?
-Sí, poco.
-En una guerra lo peor es al principio. Hay que intentar salvarse de los comienzos. Mira a V. le salvó la vida nuestra familia. Porque era obrero venían a por él y estaba allí, en nuestra casa, haciendo un suelo. Entonces Tío Zacarías se puso la gorra y la camisa de Falange y, con tu abuela, fue al furgón y dijo que a V. lo sacaran, que ellos respondían por él. Y el del fusil dijo asombrado: “Pues teníamos orden de, entre este pueblo y el siguiente, matarlo”.
-Creo que el paseíllo no lo inventó Franco, que fue un ministro de principios de siglo que sacó la ley de fugas que decía que si uno huía se le podía matar, por eso les decían que corriesen.
-Bueno, uno allí se salvó por eso, porque le dijeron que corriese y se escondió, pero estaba tan angustiado que cuando llegó a una caseta se cortó las gorjas, sobrevivió, pero ya ves, después de salvarse de los fusiles se corta él la garganta.
-Estaría tan aterrado que prefería suicidarse a que le encontrasen...
-A otro le dijeron: “Corre”. Y él pobre hombre preguntó: “¿Hacia dónde?” Y le contestaron: “Corre tonto”. Y, claro, le mataron.
Yo he pensado muchas veces en lo injusto de la memoria, que pasen a la literatura o a la historia, la vida, las ideas de unos pocos, de aquellos que, por poder, suerte o habilidad con las palabras, pudieron estampar lo suyo en el tiempo. Yo mismo, si escribía, me preguntaba por qué tenía más derecho a engañar un poco más al tiempo que mi madre, tan sólo porque ella jamás haya escrito nada.
Espejeaban los rayos sobre el cielo de la tarde de un día que finalizaba y empezaba a contarme mi madre la historia del pastor analfabeto políticamente al que denunció otro pastor y yo escuchaba, aunque la hubiera oído tantas veces, sin contestar ya a nada, como si mi verdadero estado fuera ese, el de escuchar.
Ella sabe que, con la repetición, se graba en el tiempo ese pasado mucho más que con todos los libros que yo pudiera escribir. Sí, me hace caso, supongo que le hace ilusión que escriba un libro, pero vuelve a relatar lo ya escuchado como si yo debiese aprender no a escribir libros sino a repetir esas historias, a contárselas a mi hijo cuando nazca, a repetirlas, suavemente, como el hombre del trillo que se deslizaba sobre el trigo, dando vueltas, con cuidado de que ningún excremento las manche, dándoselas a los de la misma sangre en lugar de a todos, como hacían ellos al calor de la cocina, porque los de la misma sangre son los verdaderos custodios de la historia.

*Fotografía Juan Carlos Carbajo

jueves, julio 13, 2006

Istikal

Bruno Marcos
En Estambul hay una calle llamada Istikal que es la más cosmopolita de toda la ciudad. Cuenta con cafés, restaurants, librerías, tiendas de flores, tiendas de pianos donde eventuales compradores ensayan a Liszt y un tranvía rojo y blanco del 1900.
Pero si doblas en cualquier esquina y bajas apenas 100 metros te encuentras con una película de Fellini. A uno de sus lados está el barrio armenio del que nadie te da indicaciones, sólo te comentan que allí no hay nada que ver.
Bajamos sólo hasta la primera calle y anduvimos en paralelo a Istikal. De pronto todas las casas eran grises, tres o cuatro pisos, de estilo europeo, y la ropa tendida pasaba de un lado al otro de la calle. Todo desvencijado, algo siniestro, pero con esa atracción de los lugares pobres donde una libertad haragana campa a sus anchas. Guardamos las cámaras con ese ritual de turista que ya viene a ser costumbre en nosotros, esa clausura de la imagen cuando algo se vuelve realmente interesante y nos parece que, por respeto o seguridad, no hay tiempo ni lugar para captar recuerdos, souvenirs. Lo mismo nos ocurrió cuando, ante la excitación de una masa de adolescentes, en Jaipur casi nos linchan o en la persecución del enano en Marrakech o ante la procesión de leprosos que nos perseguían por Benarés.
Lo cierto es que aquí no ocurrió nada. Una verdulera obesa, sentada junto a su mercancía en la acera, comía un racimo de uvas verdes mientras un cestito de mimbre bajaba solitario atado a una cuerdita desde un tercer piso para recoger alguna mercancía. Los chiquillos mal vestidos, respeluzados y sin vigilancia alguna, andaban por ahí. A la verdulera se le cayó el racimo de uvas de entre las manos y, con una trabajosa patada, lo alejó de ella hasta recaer a mis pies. Yo le propiné otra patada que lo hizo rodar hasta un ventanuco a ras de suelo por el que se coló, quien sabe si a una casa en semisótano y a la cara de algún vago que dormitaba a la fresca.
El caso es que todo el mundo es un poco como la calle Istikal de Estambul. Antesdeayer acompañé a mi suegro a resolver alguno de sus negocios cumpliendo la función de chofer y guardaespaldas. Yo, para consolarle, siempre le digo que los problemas de los caseros para cobrar ya salían en las novelas de hace 100 o 200 años, pero no le vale. A la puerta sale a recibirnos un tipo de dientes separados, barbado, media melena azabache peinada hacia atrás y chándal calzado hasta las axilas. Dice mi suegro que le contó él mismo que estuvo en Francia pero que ahora está aquí jubilado –tendrá unos 30 años- por loco. Una anciana tras gruesos cristales de miope se sienta en una silla castellana y nos mira atónita, en la barra dos hombres solitarios que no toman nada, uno a cada punta. Salgo al descansillo y una música como de rock muy duro, como satánica, con una voz más que cascada, suena a más no poder. En el patio un gato negro me quiere hipnotizar, asomo el colodrillo para saber de dónde sale tal sonido y en eso llega él y me comenta que no es tal música ese ruido, que se trata de la homilía del predicador y que ese no da problemas de pago.

miércoles, julio 12, 2006

Lo insólito

Bruno Marcos
Leo en un ensayo de Umbral sobre Ramón Gómez de la Serna que este, pese a haber viajado bastante -o quizá por ello-, decía: “El mundo no es tan mundo como parece”. Para Umbral lo excepcional de Ramón era que este concebía lo cotidiano como insólito, al contrario que los surrealistas que pretendían volver lo insólito cotidiano.
El domingo pasado vino Nacho y estuvo toda la tarde contándonos su año australiano. ¡Qué extraña la narración suya! Nos enumeró, sí, las cosas excepcionales, los animales imposibles, suertes de ornitorrincos, el sabor de la carne de canguro, los cocodrilos asesinos, los tiburones comebañistas, los pingüinos, los maorís o las chimeneas volcánicas. Todo esto lo citaba con admiración, pero sólo eso, sin más. En cambio la cotidianeidad de su estancia allí nos la describía con tal profusión de detalles, con tal esmero e intensidad, que podías visualizar mucho mejor aquellas cosas intrascendentes que las grandes bellezas de las antípodas. Podías imaginar, ver en tu cabeza, a aquel tipo con la cazadora de cueros multicolores transportarles en su volkswagen escarabajo agujereado hasta el piso de aquel judío analfabeto y cienciólogo que les alquiló la habitación, cómo este traía putas orientales a casa o desdeñaba alimentos apenas caducados que ellos recuperaban de la basura.
Todo aparecía nítido, importante, en su relato, su vida allí, sus paseos, el tamaño de los cafés que se pedían en esos bares biblioteca, incluso la descripción de cómo mojaba la magdalena –inconsciente proustiano-, como intentaba volar sobre las olas espiando la técnica de los niños. Él sí que sabe volver lo cotidiano insólito.
En eso les avisé a todos de que algo insólito venía hacia nosotros, desde los pies de la catedral, hacia nuestra terraza. Se trataba de un hombre viejo, con pantalón gris, camisa blanca, tirantes negros y cabellera blanca que la brisa tórrida agitaba. El señor tenía la espalda totalmente derrumbada de forma que debía mirar, casi constantemente, al suelo. Nunca le había visto. Al pasar oímos que era italiano.
“Siempre que estoy con Nacho –dije- veo cosas extraordinarias”

sábado, julio 08, 2006

VLTRA

Bruno Marcos
Como gato encerrado por la casa empiezo a remover la biblioteca. Comienzo a olisquear una revista que compré hace más de seis años porque entonces me gustaba el land art y resulta que encuentro otra cosa que, ahora, me llama la atención: un artículo sobre las primeras revistas ultraístas.
Ronroneo por la casa buscando un rincón donde leer el artículo y voy y descubro la terraza. La abro de par en par y me coloco en una silla entra las plantas que ella hace florecer. Por un instante me siento a gusto. A lo lejos el viento del crepúsculo agita algunas vegetaciones pero de inmediato un camión retumba como una explosión nuclear.
No sé... yo me siento, por dentro, como un patricio en su villa de la Toscana, pero la villa no la veo por ninguna parte, si miro bien descubro, frente al balcón, una plaza de toros de los años 50 en cuyo seno ha aterrizado un platillo volante y perenne al que llaman carpa, y, más allá, hileras de automóviles que dejan hecho añicos el horizonte.
Creo que, a base de los tronazos de la circulación motora, he desarrollado un murmullo en el oído izquierdo como de mar, que se activa, especial e incomprensiblemente, cuando oigo una trompeta o un saxofón de jazz. Esa es la poesía de este mundo, no en vano hoy el dentista, para explicarme, por enésima vez, lo que es el sarro lo describió como una capa de coral. Sordera por mar y sarro por coral, esa es mi villa en la Toscana, la poesía de mi mundo.
Estaban locos estos ultraístas. Dice el autor del artículo que Xavier Bóveda escribió un poema titulado Un automóvil pasa o que Eugenio Montes ideó fundar una revista en Orense llamada Rascacielos o que José Rivas Panedas escribió una celebración ultraísta de la inauguración del metro madrileño. En fin, no sabían lo que se decían. Estoy mucho más de acuerdo con lo que escribía Marcial, que no había manera de que un hombre pobre pudiera, en Roma, dormir o pensar.
Me cuenta mi amigo poeta que dio una conferencia sobre un escultor que fue amigo de Machado y del padre de María Zambrano y que fracasó en lo artístico y en lo histórico. Me pregunto por qué nos atraen estos personajes. Yo creo que dio una conferencia sobre el fracaso en sí. De alguna forma todos pensamos en él, es como si lo verdaderamente hipnótico fuese el fracaso mismo y el éxito fuera algo estúpido. Tal vez reconozcamos en esos fracasados parte de nuestro fracaso, pero no ese primero en el que pensamos sino ese otro que es el germen puro de las artes, esa sensación de fracaso vital, que hace necesaria, entre otras cosas, la literatura, incluso el ultraísmo.

jueves, julio 06, 2006

Robinson Crusoe

Bruno Marcos
¿Por qué el hombre, visto de uno en uno, es tan adorable, y la masa tan deleznable? Forma parte del verano postmoderno alguna excursión a algunos grandes almacenes que no visitas siempre. Algo que arreglar o el mero aburrimiento te hacen internarte en esos lugares tan pobladamente solitarios. Esta vez colocan tres o cuatro contenedores con libros que se venden al peso. Me acerco y en un tris selecciono cuatro, tapa dura y letras doradas de autores australizados: Robinson Crusoe, Poesías completas de Antonio Machado, El Lazarillo de Tormes y Madame Bovary. Con un gesto no exento de cierto masoquismo ella añade La Regenta. ¿Qué otro libro hispano iban a poner tratándose de venta al peso?
En la báscula todos dieron un precio no del todo barato y procedí a pesarlos uno a uno dándome cuenta de lo nada ventajoso para el cliente de ese comercio, lo verdaderamente rentable debía ser, para ellos, el gesto de desprecio al tratar como vulgar legumbre a las letras más prestigiosas de la tribu, con lo que el despistado comprador de estos lares creerá que se trate de una ganga. No compré ninguno y además me indigné.
Al llegar a casa retumbaba en mi cabeza el nombre de Robinson y, al encender el televisor, veo a una italiana que lleva más de dos meses en una isla desierta ella sola, sobreviviendo como el auténtico personaje de Daniel Defoe. Por lo que parece le han desembarcado hoy a una parejita que estaba en otra isla sobreviviendo pero con otros. El jovencito, a la primera oportunidad que se le presenta, cuando se interna en la jungla para cualquier menester, empieza a mofarse de la italiana comentando, entre carcajadas, que esta sigue hablando con un coco al que puso una melena hecha con raíces y una nariz que es un palo. El muchacho dice que por qué no habla con ellos, que ya están ahí, que sólo le falta dar de comer al coco. La italiana hizo con otro coco una chica para su coco y resulta que, ahora, según ella la coca está embarazada. El jovencito y la jovencita parece que insinúan que a la italiana le debe haber resultado más fácil la supervivencia porque no ha tenido que convivir con personajes tan intratables como ellos y se quejan de que ella parece seguir viviendo en su mundo, con sus cocos y todo eso.
Desde luego los muchachitos no deben saber lo que es la soledad, ni que, precisamente, los humanos vivieron en comunidades para ayudarse a sobrevivir, o, tal vez, sean tan postmodernos que crean que como la supervivencia está garantizada para qué aguantar a gente tan deleznable.
¿Acaso no sabrán que esas locuras de los mayores -de la italiana- son las cosas de los verdaderos Robinsones, -también los de las ciudades- que esas extravagancias son las que permiten continuar viviendo a unos pocos como Cabeza de Vaca, que, tras un naufragio, recorrió a pie media América sobreviviendo como brujo?

miércoles, julio 05, 2006

Un sur más lejano

Bruno Marcos
De todos los personajes que me he topado en los viajes, de entre los acróbatas, los encantadores de serpientes, los taxistas, los guías, lo falsos guías, los mendigos, los pedigüeños, los médicos, los santones, los peregrinos, los camareros, los maleteros, los conductores de automóvil, los conductores de rickshaws, los conductores de elefantes, los vendedores ambulantes, los vendedores de especias, los vendedores de babuchas, los vendedores de alfombras, los camareros del té, los anticuarios, los libreros, los sastres, los artesanos, los pintores, los barqueros, los luthiers, los derviches, las bailarinas de los siete velos, mis preferidos son los músicos.
Para un hombre como yo, analfabeto musical, la música se convierte en una experiencia pura, trascendental, mágica. Si yo supiera donde va cada nota, cómo se produce este o aquel sonido, quién es este intérprete o aquel autor, su mezquindad o su ser generoso, restaría, como resto a otras artes, placeres que en la música se me presentan desnudos.
Ayer, en medio del caos y la improvisación de la política local, les plantaron allí, sobre un pequeño escenario. Ellos, acostumbrados como están al desorden, empezaron a tocar como si nada. El sitar, tan igual a sí mismo, perpetuaba esa música milenaria de India. El raga parece que no va a acabar nunca y varía según sea el estado de ánimo de los ejecutantes. ¿Qué habrán visto los ojos de estos músicos?¿De qué parte de India serán?¿Tal vez llevan mucho tiempo aquí y son, como tantos otros, unos que prefieren ya esta monotonía nuestra confortable?
¡Qué distinto vemos todo de cómo es! Yo veo en ellos una ensoñación de belleza donde la luz del sol parece siempre oblicua y ellos ven, seguramente, aquí un sitio ideal con cosas, con dinero, sanidad... como decía el poeta: "Sueña el soldado, en el norte, el sur del poeta y el poeta, en el sur, sueña un sur más lejano... " La vida, tanto para ellos como para nosotros, siempre está en otra parte.

sábado, julio 01, 2006

La Quietud Insomne

Bruno Marcos
Esa misma sensación de agonía y esplendor que aquella de cuando te gustaba una chica y no querías que se acabase el curso porque así estabais obligados a veros, dando la vuelta a la rutina, sacando de ella la plenitud primaveral. Así me quedé, con ese sentimiento ambiguo, vagando, después de que se fueran todos, por los pasillos otrora bulliciosos, como una maestra solterona cuyo único mundo es ya la escuela, como Rosalía de Castro diciendo: “adiós ríos, adiós montes, adiós regatos pequeños...”.Ya no volveré a encontrarme con ellos a la fuerza, en esa monotonía machadiana que, a fuerza de insistente, tornó todo lo nuestro en intimidad. ¿Qué será de sus vidas? Lo normal.
Con los primeros estruendos de los fuegos artificiales de la noche de San Juan me sorprendieron de espaldas, en una terraza, Palín y Ramsés, como dos potrillos felices. El conocerles me revitalizó, como dice Gil de Biedma, ellos vienen a llevarse la vida por delante. No quiero ni pensar –oh cuervo- en el momento en que lleguen a la otra parte del poema, el momento en el que, como Jaime, se den cuenta de que envejecer, morir, no son sólo las dimensiones del teatro sino el único argumento de la obra. ¿Lo son? Tal vez no.
Y ahora este verano por delante. No será como otros. Antes era un tiempo silvestre. Volvía a mi ser más boscoso trasnochando cada vez más, saliendo, entrando, viendo películas, leyendo, escribiendo, meditando, laborando... cualquier cosa con tal de estar despierto mientras el mundo dormía, también para anular la mañana, el despertar a la realidad, hasta arribar en esas noches en las que pensaba lo que un hombre no debe pensar si quiere ser feliz: Lo que dice, si la escuchas, la quietud insomne.
Al final de tantas noches así volvía a ser un muchacho, una cabeza, un tronco, unas extremidades, puramente existenciales, un muchacho en vela, otra vez, sobre un confín bajo las estrellas, ineluctablemente solo, sin que nadie, amor, familia o amigos, pudieran hacer compañía a quien se adentraba en tales predios. ¿Podrá ser un muchacho así un buen padre? El secreto debe estar, como dice Rubén Darío, en ser tranquilo y fuerte, con el fuego interior –canta Rubén- todo se abrasa; se triunfa del rencor y de la muerte mientras la caravana pasa.